Análisis de la ocupación y el genocidio en Palestina desde la perspectiva ambiental

Los ecosistemas, los paisajes culturales, los saberes ancestrales y los vínculos simbólicos entre los pueblos y sus territorios son también víctimas de la violencia durante los conflictos bélicos. En el caso de Palestina, el genocidio perpetrado por el estado colono de Israel ha significado en primer lugar la muerte de 62,064* palestinos desde el 7 de octubre del 2023, y en segundo lugar el desmantelamiento sistemático de un patrimonio biocultural profundamente arraigado en el paisaje. En los conflictos contemporáneos, el control de los recursos naturales y la devastación de los ecosistemas se han convertido en armas estratégicas de dominación política. En Palestina, la ocupación sistemática de fuentes de agua, la fragmentación del territorio agrícola y la restricción del acceso a áreas fértiles funcionan como dispositivos de sometimiento prolongado. Este despojo cultural y ecológico no es un efecto colateral accidental, sino que constituye una estrategia de dominación política, orientada a desarraigar identidades y borrar los signos materiales de pertenencia histórica. Es así como cada bombardeo, cada despojo de tierra, cada fragmentación del territorio palestino implica la interrupción de prácticas agrícolas tradicionales, de redes culturales entre generaciones y de conocimientos agroecológicos que vinculan al pueblo palestino con su territorio
La violencia armada, al devastar el territorio, borra también los saberes, las lenguas y las prácticas que configuran la identidad de una comunidad. En Palestina el cultivo de olivos, las terrazas agrícolas tradicionales que modelan las laderas, los sistemas de captación de agua en ambientes áridos, las prácticas pastoriles adaptadas a las condiciones locales son un entramado de conocimiento que constituye lo que se denomina patrimonio biocultural. La ocupación prolongada del territorio Palestino y la violencia armada han desplazado a millones de personas de sus tierras interrumpiendo modos de vida arraigados al paisaje y a los ecosistemas, extendiendo así la violencia ejercida sobre el pueblo Palestino mediante el borrado de los símbolos de pertenencia a su tierra. Por ejemplo, alrededor del 74% de los cultivos de olivos en Palestina ha sido destruído, esto son aproximadamente 2,290,000 árboles. Además, el acceso a las tierras agrícolas está restringido por el ejército Israelí pues los agricultores deben solicitar permisos para entrar y trabajar en sus tierras. En 2023 se prohibió el paso a 11000 ha de cultivos de olivo y en 2023 a otras 3500 ha, lo que ha producido pérdidas masivas en la cosecha, además de destruir las formas de habitar y trabajar la tierra que han prevalecido durante generaciones.
A pesar de los múltiples esfuerzos de plueblo palestino para resistir la constante presión de los colonos, al día de hoy más del 95% de las tierras agrícolas de Gaza son inutilizables, ya sea por la contaminación y destrucción de estas o por la restricción del acceso. La destrucción del sistema de producción de alimentos alcanza también a la producción en invernaderos y el acceso a las fuentes de agua en la región. Esto es sin duda un golpe directo al sistema agroalimentario palestino, que es una causa importante de la hambruna fase 5 en que se encuenta la franja de Gaza en estos momentos, junto con el bloqueo, los bombardeos constantes y la violencia máxima con que actua el ejercito de Israel.
El colonialismo a través de la violencia bélica no sólo destruye el territorio, sino que lo modela a favor del ocupante, desarticulando los modos de vida y creando condiciones de dependencia crónica. En Palestina, las tierras son degradadas deliberadamente por los asentamientos colonos de distintas maneras: se contaminan con basura, se llenan de escombros, se queman y se desechan aguas residuales sobre ellas. Esto con el propósito de arrebatar las tierras a sus propietarios mediante la manipulación de la ley, pues con la política Israelí de declaración de tierras, la transferencia de derechos territoriales se hace más probable cuando estas no están “en uso”, es decir, siendo cultivadas. Aunado a esto, la destrucción de infraestructuras básicas como plantas de tratamiento de agua, sistemas de irrigación y redes eléctricas tiene consecuencias ambientales de largo alcance, que a su vez resultan en la precarización de la población palestina. Por ejemplo, las aguas contaminadas por derrames de combustible, metales pesados de municiones, residuos tóxicos de los bombardeos y aguas negras de los asentamientos colonos, afectan tanto a los seres humanos como a los ecosistemas en que habitan y los suelos agrícolas. Estas afectaciones ambientales constituyen formas deliberadas de castigo colectivo, en violación directa del derecho internacional humanitario.
En Palestina, la apropiación forzada de tierras limita el acceso a recursos vitales como el agua, los suelos fértiles y por consiguiente el alimento. Israel controla el 80% de los recursos hídricos de Palestina y le da acceso únicamente al 25% del agua de los acuíferos de su territorio. Aunado a esto, la mejora de la infraestructura de suministro requiere de la aprobación de Israel, evitando así avance en los proyectos de potabilización, tan necesarios para la subsistencia del pueblo palestino. Además, el estado colono ha destruído el 80% de la infraestructura de agua y saneamiento de ésta en la franja de Gaza, en donde, desde 2023, la población cuenta con 3 litros de agua al día en promedio. El 97% del agua disponible en este territorio está contaminada, y sin suministro eléctrico constante los procesos de desalinización y el bombeo para su transporte son imposibles. El control que ejerce Israel sobre este recurso deja ver que, en su estrategia militar de ocupación, la privación del agua a la población palestina es un arma de guerra y un mecanismo de limpieza étnica que constituye una grave violación a los derechos humanos.
Mientras se perpetran actos de violencia extrema contra el pueblo palestino y los bombardeos constantes destruyen las ciudades y campos, los procesos de colonización cortan también las raíces materiales que sostienen la memoria colectiva del pueblo Palestino. La ocupación del territorio es un proceso sistemático de borrado de la memoria. La tierra representa tanto el soporte material de los pueblos y sus necesidades como un espacio simbólico con significados y afectos que construye la identidad material de las comunidades. En este tema, sirve de ejemplo la destrucción deliberada de olivos en Cisjordania y Gaza, que es un acto profundamente político, pues son árboles que son tanto el sustento de muchas familias como símbolos de arraigo y resistencia. Con esto, el colonizador pretende erradicar los signos materiales de la permanencia histórica palestina en su tierra. La aniquilación del paisaje agrícola tradicional es también, en este sentido, una estrategia de borrado cultural, fragmentando el territorio y despojando a los pueblos de su tierra.
La violencia ambiental opera como una forma devastadora de dominación política. En el corto plazo imposibilita la subsistencia inmediata y debilita la soberanía alimentaria de los pueblos oprimidos, y a largo plazo rompe los lazos intergeneracionales de conocimiento y así como las bases culturales del arraigo territorial. Esta forma de violencia tiene tanto un efecto ecológico, como uno profundamente cultural, identitario y político. El genocidio en Palestina es un proceso de ocupasión que, a largo plazo, busca romper los lazos de un pueblo con su territorio. Reconocer la dimensión biocultural de la violencia armada exige ampliar nuestro análisis político de la situación. Incorporar esta perspectiva en los debates sobre justicia ambiental y derechos de los pueblos es un acto de responsabilidad frente a los múltiples rostros de la violencia contemporánea.

¡Por una Palestina libre, sin sionismo ni genocidio!
¡Desde el río hasta el mar, Palestina vencerá!
¡Viva Palestina Libre!