Jacobo Hernández y Miguel
El 9 de septiembre, Nepal estalló. Miles de jóvenes tomaron las calles de Katmandú y otras ciudades, enfrentando a la policía y a las instituciones del Estado burgués. Edificios gubernamentales, sedes parlamentarias y mansiones de ministros fueron incendiados en una explosión de furia colectiva que hizo temblar a una clase dirigente podrida hasta la médula. Las imágenes recorrieron el mundo: una juventud precarizada, sin futuro, descargando su rabia contra el poder que la condena a la miseria. Nepal vive bajo una economía dependiente, donde millones sobreviven gracias a las remesas enviadas por familiares migrantes. La juventud enfrenta tasas de desempleo alarmantes y una alta informalidad laboral. En ese contexto, el gobierno dirigido por partidos que todavía se autodenominan “comunistas”, intentó restringir el uso de redes sociales con el pretexto de que las plataformas no habían cumplido con nuevos requisitos fiscales. En parte, buscaba acallar las crecientes críticas contra la corrupción, el nepotismo y el lujo obsceno de los funcionarios.
Cuando la policía reprimió con fuego real una protesta el 8 de septiembre, la respuesta popular fue inmediata. Al día siguiente, estalló una revuelta generalizada, sin dirección partidaria ni estructura formal. La juventud, organizada espontáneamente a través de redes sociales como Discord, eligió por votación simbólica a una “líder interina”: la exjueza Sushila Karki. Este gesto reflejó tanto su creatividad política como la ausencia de una auténtica vanguardia revolucionaria.
De la monarquía feudal al parlamentarismo burgués: la revolución traicionada
Los medios imperialistas intentaron presentar los hechos como una “revuelta contra el comunismo”. Pero en Nepal nunca existió el socialismo: hubo una revolución campesina desviada hacia el parlamentarismo y la conciliación con la burguesía. Hasta 2008, Nepal fue una monarquía semifeudal dominada por castas privilegiadas y terratenientes. La población campesina, mayoría abrumadora, vivía sometida a la servidumbre, mientras una reducida élite de castas altas y familias vinculadas a la monarquía controlaba la tierra, el comercio y los principales cargos estatales.
El movimiento comunista nepalí surgió en los años 40 y 50, inspirado por la Revolución China y las luchas anticoloniales de Asia. Desde su origen, sin embargo, estuvo dividido entre corrientes reformistas y revolucionarias. Esa contradicción alcanzó su clímax en 1996, cuando una fracción dirigida por Pushpa Kamal Dahal (Prachanda) y Baburam Bhattarai lanzó la guerra popular prolongada, siguiendo la estrategia maoísta de acumulación de fuerzas en el campo. Durante una década, el Ejército Popular de Liberación logró controlar amplias zonas rurales, donde aplicó reformas agrarias, abolió el sistema de castas, impulsó la igualdad de género y creó formas embrionarias de poder popular. En esas regiones, las masas campesinas experimentaron por primera vez lo que significaba ejercer el poder directamente, fuera del control del Estado burgués.
Pero las limitaciones del maoísmo nepalí fueron teóricas y estratégicas. Su dirección defendía la tesis etapista: la necesidad de una “etapa democrática” previa al socialismo. Bajo esa lógica, su objetivo era instaurar un régimen capitalista que fortaleciera a una burguesía nacional frente al capital extranjero, postergando así la tarea central: la conquista del poder por la clase obrera y campesina. Cuando la monarquía entró en crisis en 2001 tras el asesinato del rey Birendra y gran parte de la familia real, los maoístas se encontraron en una posición ventajosa ante la deslegitimización del poder monárquico. Pero en lugar de prepararse para la toma de poder, negociaron con los partidos burgueses. En 2006, una huelga general y el levantamiento urbano forzaron la caída del rey Gyanendra, pero la dirección maoísta firmó un acuerdo de paz que desarmó al movimiento.
En 2008, los maoístas se integraron al nuevo sistema parlamentario y, al año siguiente, se fusionaron con el viejo reformista Partido Comunista Unificado de Nepal (Marxista-Leninista). Fue la capitulación total: abandonaron la lucha de clases, disolvieron el ejército popular y se acomodaron dentro del aparato estatal burgués. Lo que siguió fue una política de colaboración con la burguesía nacional, la firma de tratados de libre mercado y la renuncia definitiva a la reforma agraria. La “revolución” maoísta fue transformada en trampolín para una burocracia roja: una nueva capa privilegiada que se enriqueció administrando el capitalismo bajo una falsa bandera comunista. Los campesinos siguieron empobrecidos, los obreros sin derechos y la juventud sin futuro. A lo largo de los años siguientes, los maoístas alcanzaron la mayoría parlamentaria en distintos momentos y controlaron el gobierno, pero, aun contando con el respaldo de las masas, no se atrevieron a conquistar efectivamente el poder ni a desmantelar la estructura burguesa del Estado.
La vieja dirección maoísta, incapaz de romper con el capital extranjero ni de construir un poder proletario independiente, se excusó en la necesidad de no enfrentarse a sus poderosos vecinos, China e India, y al temor de ser catalogada como “terrorista” por Estados Unidos. En lugar de extender la lucha y vincularse con el movimiento maoísta armado en la India, por ejemplo, optó por pactar con la burguesía y someterse a las presiones externas, convirtiéndose en garante del orden capitalista que había prometido destruir.
La juventud frente a la historia
La rebelión de septiembre expresa el hartazgo de toda una generación ante un sistema agotado. No es una revuelta contra el comunismo, sino contra el capitalismo en Nepal. Es la consecuencia inevitable de la descomposición de un Estado que ya no puede ofrecer nada a su pueblo. Sin embargo, la espontaneidad, por heroica que sea, no puede sustituir la organización revolucionaria. La juventud que hoy se levanta necesita una vanguardia comunista auténtica: una que retome las lecciones de la guerra popular, supere sus errores etapistas y construya una estrategia de poder proletario basada en la independencia de clase y el internacionalismo.
Sin dirección revolucionaria, toda revuelta puede ser absorbida por el mismo sistema que combate. La experiencia de los maoístas nepalíes demuestra que una revolución inconclusa, detenida a medio camino por temor a romper con la burguesía, termina inevitablemente en restauración capitalista.
¡Contra la conciliación de clases, por una revolución proletaria auténtica!
¡Por la reconstrucción de un partido comunista de la clase obrera y campesina!



